Es posible pensar que un ingrediente tan versátil, que no es dulce, salado ni ácido, ha podido redefinir la gastronomía de algunos platos desde Italia hasta la India y China. El tomate se asocia con Italia, la salsa pomodoro, la pizza y la pasta, pero su origen se remonta a la zona andina de Sudamérica, en regiones que hoy corresponden a Perú, Ecuador y el norte de Chile. Desde estos territorios, esta planta silvestre se extendió hacia el norte, donde fue cultivada por civilizaciones como los aztecas y mayas.
Los aztecas lo llamaban Xitomatl y lo molían en molcajetes junto a chiles y hierbas , creando salsas que acompañaban al maíz, su alimento sagrado. Sin embargo, el rumbo del tomate cambió en el siglo XVI, cuando los españoles lo llevaron a Europa. Allí, lejos de sus tierras de origen, pasó años relegado a los jardines como una rareza botánica. Su intenso rojo despertaba fascinación, un color tan vivo que parecía pertenecer a plantas misteriosas y poco familiares para los europeos de la época.
El tomate, en sus inicios, era una planta silvestre que no se consideraba comestible; muchos creían que era venenosa. Sin embargo, todo cambió cuando los cocineros andaluces y napolitanos se atrevieron a probarla y descubrieron que no era tóxica. Su mala fama tenía otra explicación: en la élite europea era común servir los alimentos en platos de peltre que, al entrar en contacto con la acidez del tomate, reacciona liberando plomo, un elemento altamente tóxico.
El tomate llegó a Europa en el siglo XVI por el puerto de Sevilla, donde fue bautizado como pomo de moro. En Italia recibió el nombre de pomodoro, “manzana de oro”, porque las primeras variedades eran amarillas. Muy pronto se le atribuyen propiedades afrodisíacas, lo que inspiró nombres como pomme d’amour en francés o love apple en inglés.
Mientras en el Mediterráneo se convirtió rápidamente en un ingrediente cotidiano, en el norte de Europa fue recibido con desconfianza: se creyó venenoso, se cultivó como adorno y hasta se lo asoció con brujas y lobos. De allí nació su nombre científico Solanum lycopersicum, el “melocotón de lobo”.
En 1692 apareció la primera receta europea con tomate, aunque todavía en el siglo XIX persistía la discusión sobre si era fruta o vegetal. Finalmente, en 1893, la Corte Suprema de Estados Unidos dictaminó que, al menos para fines comerciales, debía considerarse un vegetal.
Fue a mediados del siglo XVIII cuando empezó a ser aceptado como alimento en Europa. Los italianos lo incorporaron a su cocina, utilizando variedades más grandes y sabrosas en salsas, pasta y pizza. Con el tiempo, su popularidad creció y el cultivo se expandió por todo el continente, dando origen a nuevas variedades.
Su sabor cercano al umami permitió maridarlo de manera perfecta con aceite de oliva, queso, ajo y hierbas mediterráneas, creando combinaciones que transformarían para siempre la historia de la cocina.
A finales del siglo XIX, el tomate ya era un cultivo clave en América del Norte, especialmente en California y Florida, donde se impulsó su producción masiva. Los avances en la agricultura y en la selección de semillas aumentaron la productividad y diversidad, consolidándose como un ingrediente esencial en la dieta moderna.
El tomate se cultiva en todo el mundo y se adapto a distintos climas, lo que lo ha convertido en un ingrediente esencial de múltiples cocinas. Su versatilidad lo hace protagonista de salsas, sopas, guisos, ensaladas e incluso bebidas. Su sabor cambia según la variedad y el entorno donde crece: puede ser agridulce, o una armoniosa mezcla entre el dulzor de sus azúcares naturales y la frescura de su acidez.
El tomate es una pequeña joya andina que se atrevió a viajar más allá de sus montañas para conquistar el mundo. En su recorrido dejó atrás la desconfianza y se transformó en color, sabor y emoción en millones de mesas. Hoy es imposible pensar en la cocina sin él: está en la frescura de una ensalada, en la calidez de una salsa, en la intensidad de una sopa o incluso en el brindis de un cóctel. Su historia nos recuerda que lo simple también puede ser extraordinario, y que un fruto nacido en la tierra de los Andes tiene el poder de unir culturas y despertar memorias a través de un sabor que ya pertenece a todos.
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